31 de Marzo de 2012 | Córdoba / La voz del interior
Bajo el Atlántico Sur

Por Antonio Oviedo

Los ruidos adquieren en esta novela de Patricia Ratto una dimensión omnipresente, lo mismo que las cosas evidentes que su título cuestiona. El ruido es uno de los principales leit motivs de una narración que lo opone al silencio y logra no que este se diluya sino que sea contaminado por el ruido. Y el ruido, como ocurre en El silenciero de Antonio Di Benedetto, se convierte en una suerte de perturbación existencia continua y agobiante.

Desde la primera frase, el narrador, un suboficial que durante la Guerra de Malvinas integra la dotación del submarino San Luis, despierta sobresaltado cuando escucha "un rechinar áspero que raspa con rabia contra el casco del barco". La ere o la erre del ruido son parte de este elemento desestabilizador que entra una y otra vez en la escritura. Así: "el ruido que ruge, retuerce y rompe". O: "rasca, raya, rasguña el ruido". También: "los dientes de perro (una planta subacuática) se agarran a la chapa como perros rabiosos a la carne viva, como el ruido a mis oídos, muerde, muerde, restalla".

Resulta imprescindible neutralizar esta sonoridad intempestiva que puede llevar al desastre; un asioma del narrador lo confirma: "El torpedo busca el ruido". Y ante los rumores hidrofónicos, tan angustiantes que resecan la boca o que afectan de manera drástica la alimentación y el sueño, los tripulantes acuñan otra fórmula contundente: "Escuchar es como ver".

Las 35 cargas explosivas lanzadas en pocos días al submarino por helicópteros ingleses son una demostración elocuente de la magnitud de un ruido mortífero.

Si el "barco" es una máquina para la guerra, que fue enviada a combatir contra la poderosa flota de la marina inglesa, no es menos cierto que el encierro y la espera son dos circunstancias indisociables de la experiencia de quienes -35 oficiales y suboficiales- convivieron sin interrupción los 39 días que duraron las operaciones militares del San Luis.

Una comunidad atravesada por tensiones exacerbadas bajo el Atlántico Sur. Tensiones que en el interior opresivo de esa forma ovoide de acero tienen su correlato en los cuerpos, a su vez únicos receptáculos compelidos a adaptarse a esa violencia superlativa que es la guerra. Cada tripulante sobrelleva las adversidades como puede; el narrador encuentra un libro donde, sin mencionar su título, lee "la construcción" de Kafka. Allí, un animal irascible, sigiloso y también atento a cualquier ruido, deambula por galerías subterráneas homólogas a los pasillos del submarino; sus desplazamientos trazan un contrapunto con la situación límite del narrador, de sus compañeros y, por qué no, de la Argentina.

Y en el curso de esta travesía donde algunos tripulantes intuyen el peor desenlace para la guerra, dos objetos circulan obstinadamente por los reducidos espacios del submarino: un frasco de alcaparras y un par de botas. Su función no es quitarles dramatismo a los momentos más álgidos, tampoco introducir un anticlímax, sino que aparecen y desaparecen, procuran quizás amortiguar o desactivar los ruidos de esta novela que Patricia Ratto supo forjar con rara intensidad, despojada de mensajes unívocos, yendo al meollo de un acontecimiento no por histórico menos literario.