24 de Octubre de 2006 | Página 12
Temores solapados en la Patagonia
La escena transcurre durante la última dictadura militar en un pueblo chubutense, José de San Martín. Gabriela, una joven profesora de matemáticas que llegó al lugar para dar clases en una escuela secundaria, le pregunta a su pareja, el comandante Angel Blanco, del que se sospecha que es un torturador: “¿Alguna vez mataste a un tipo vos?”. En Pequeños hombres blancos (Adriana Hidalgo), la primera novela de la escritora tandilense Patricia Ratto, el terror de los años de plomo es un telón de fondo borroneado por la aridez de la geografía y de las relaciones humanas. El título del libro alude a una expresión que utilizan los indios mapuches, “pichi huinca”, para cuestionar a los hombres y mujeres que se instalan en sus tierras. “Para ellos, seguimos siendo los ‘pequeños hombres blancos’, que vamos durante un tiempo y que no terminamos de pertenecer. Gabriela tiene siempre esa sensación de que nunca va a pertenecer”, sostiene Ratto en la entrevista con Página/12. La escritora conoce bien José de San Martín. Entre 1984 y 1988 hizo su primera experiencia como docente de lengua y literatura en ese pueblo de la Patagonia. “Me pareció que podía ser un lugar interesante. Para mí es importante, antes de empezar a transitar por la escritura de una novela, tener bien en claro cuál va a ser el territorio en el que se va a situar la historia. Y a partir de ahí recién comienzo a ver a los personajes caminando por las callecitas del lugar y hablando”, explica Ratto.
–¿Qué aspectos de ese pueblo que usted conoció en democracia le permitieron situar la historia durante la dictadura?
–Cuando llegué a José de San Martín, en 1984, recién empezaba la democracia, pero quedaban rumores que circulaban en el pueblo. Casi toda la gente se conoce y esos rumores eran bastante contradictorios. En realidad, tomo distancia y mando la historia hacia atrás para poder trabajar libremente desde la ficción. Se me ocurrió que si los rumores que circulaban eran pocos y contradictorios, la dictadura podría haber funcionado de manera muy oculta, y decidí que en la novela fuera como una historia subterránea, no muy visible, y que en las pequeñas fisuras de la vida cotidiana se fuera filtrando esa violencia y ese miedo solapado.
–¿El modo más viable de ficcionalizar la dictadura es que siempre aparezca como un fondo de situaciones en las que aparentemente se está contando otra historia?
–No sé, por lo pronto es el modo que me pareció más acertado y el que me salió a mí. El tema de la violencia está diferido, aparece en episodios con los animales o de manera indirecta en un sueño que tiene Gabriela. La violencia en los pequeños pueblos circula de la mano del rumor y del daño que puede hacer. En las ciudades es menos evidente. En los pueblos la gente se conoce y no hay tantas mediaciones; en todos los sitios por donde se circula se conoce no sólo a la persona, sino su historia, de dónde viene, qué hace. Estas cuestiones vistas de manera diferida pueden demostrar con fuerza lo que ocurre. Es cierto que quise contar la historia no desde el lado de la gente que estuvo muy comprometida e involucrada, ya sean los dictadores o las víctimas, sino de toda esa franja de personas que quedó en el medio y que no terminaba de ver lo que ocurría.
–Hay varias situaciones en las que se piden los documentos, pero para los personajes es una situación que está como naturalizada...
–No se cuestionan por qué les piden los documentos y se terminan acostumbrando a que la vida cotidiana transcurra de esa manera. Hay una vigilancia sobre lo que se hace y hay personajes que hacen referencia a otros y cuentan que están siendo vigilados, pero nunca queda muy en claro quién vigila a quién ni si es creíble. Traté de que siempre quedara la incertidumbre de qué es lo que pasaba, o que determinados hechos que eran referidos no se terminaran de resolver, algo que nos sigue caracterizando a los argentinos: crímenes, delitos e historias que no cierran nunca.
–¿Por qué le gusta trabajar con la elipsis, con lo que no se dice?
–Lo que no se dice es también una forma de decir. Trato todo el tiempo de evitar la redundancia porque si a partir de lo que se narra en una escena el lector puede terminar de redondearla y de atar cabos, la corto antes. Si esos huecos que quedan entre un fragmento y el que sigue el lector puede reponerlos o imaginar lo que sucede, siento que no le tengo que contar, que sería redundante hacerlo. Lo no dicho siempre sugiere más.