25 de Febrero de 2008 | El ciudadano
La patagonia revelada
La novela apareció en 2006. La trama se desarrolla en un pueblito de Chubut, cuando la dictadura empezaba, cuando cada pedazo de la vida estaba envuelto, empapado y amenazado por la violencia y el terror de Estado. Patricia Ratto, la autora de Pequeños hombres blancos (título que alude a una frase mapuche, Pichi Huinca, que es a la vez el nombre del prostíbulo del pequeño poblado donde transcurre la historia), es de Tandil, es docente, ajena al mundillo de las letras porteñas. La editorial Adriana Hidalgo –donde se publicaron varios de los tomos más decisivos del ambiente en los últimos tiempos– apostó con entusiasmo por esta primera novela y a mediados de este año publicará Nudos, el segundo libro de Patricia Ratto.
Pequeños hombres blancos tiene una heroína pequeña –Gabriela, una docente de Tandil recién recibida que comienza su carrera en José de San Martín, Chubut. El lector sabe más que los personajes: sabe de qué trata ese clima opresivo, puede trazar analogías. Hay una escena en la que un cazador aparece en el pueblo con una camioneta cargada de zorros muertos. La compañera de Gabriela observa que los zorros cazan roedores: “Nadie se da cuenta de que están cambiando zorros por ratas; si sigue la matanza en un par de años vamos a estar llenos de ratas”. Patricia Ratto limpió su texto de cosas que no sean unas flacas descripciones y desplegó un relato polifónico, de voces que hablan tanto de la omnipresencia de los gendarmes como del champú Sedal que las muchachas compran en una solitaria despensa.
Sin embargo, esta complicidad con la que juega la trama (esto de que el lector tenga otra lectura de la situación porque, a diferencia de los personajes, sabe qué pasó) es engañosa, es parte del juego de una ficción sutil, construida con humor y con amor. Porque lo que el “desocupado lector” (según la fórmula cervantina) va a descubrir es que, en realidad, no sabe. No hay tormentos, ni muertos, ni secuestros, ni grandes declaraciones en Pequeños hombres blancos. Hay un pequeño episodio con un perro siberiano llamado Gorki, que pertenece a un gris agente de la Fuerza Aérea: “Me parece que es un acto de soberbia –dice la amiga de Gabriela–: él puede usar el poder como se le antoja y lo demuestra haciendo lo que para uno está censurado o prohibido. Le pone a su perro, robado, dado por muerto porque alguien le debía vaya uno a saber qué favor, el nombre de un revolucionario comunista: es una provocación”. Hay una débil historia de amor entre la docente y Blanco, el segundo jefe del destacamento de Gendarmería.
Está este Blanco, cuyas razones responden más al amor que siente por Gabriela que a esa tensión que flota en el ambiente y empuja hacia el abismo sin palabras de la dictadura.
También hay silencio. Patricia Ratto habla de ese silencio en las respuestas que envía por correo electrónico desde Tandil.
— ¿Cómo es su relación personal con ese paisaje de la novela, con esa vida de docente en el sur?
—Trabajé en José de San Martín, un pueblo del sudoeste de la provincia de Chubut, desde 1984 a 1988. Allí di clases de Lengua y Literatura en la escuela secundaria que funcionaba –como la de la novela– en horario vespertino, después de que los alumnos del primario se retiraban. Así que, bueno, yo viví realmente en ese territorio inhóspito, en esa Patagonia que no conocen los turistas más que de paso cuando se dirigen a Esquel o a Comodoro Rivadavia, la Patagonia desértica, la de la meseta estéril y ventosa, la que no tiene ni pinos, ni cabañas de tarjeta postal, ni montañas de cumbres nevadas, sino unos álamos esmirriados y torcidos, casitas sencillas, y cerros bajos de pastos secos. Tenía 22 años cuando llegué: venía de vivir toda mi vida en Tandil, con las comodidades de una chica de clase media, muy protegida por su familia, que había cursado el profesorado de Letras a sólo cinco cuadras de su casa y a la que su padre iba a buscar a la salida en auto para que no tomara frío. El cambio fue brutal, en ese momento no había en José de San Martín ni gas, ni teléfono, ni televisión...ni gente conocida, claro (es más, casi no había gente: el pueblo tenía mil habitantes). No quedaban entonces muchas opciones: o me adaptaba o me iba. Y no había, además, mucho tiempo para adaptarse. Creo que a la semana de llegar andaba con los bidones de kerosene, aprendiendo a picar leña, a encender un buen fuego, a soportar el viento endemoniado que soplaba todo el tiempo, a caminar entre ripios sin torcerme un pie, y a tener una paciencia infinita para conseguir una comunicación por radio con mi padre. Poco apoco, empecé a sentir que ahí podía hacer algo, que me necesitaban como profesora, que podía enseñar y mis alumnos aprender, que era capaz de valerme un poco más por mí misma, madurar y crecer. Mucho de esto aparece en Gabriela, el personaje protagonista de la novela, aunque yo no soy Gabriela y la historia que narra Pequeños hombres blancos se sitúa en una época anterior.
—El relato procede corriéndose de los sentidos que el texto declara: los personajes que entran y desaparecen de la acción (como el aviador dueño del siberiano) o el nombre mismo del perro, Gorki, puesto por un represor, etcétera. ¿Hasta dónde hubo de su parte algo así como una“política” en la práctica de ese procedimiento?
—Es cierto, hay una especie de política de corrimientos de los sentidos del texto y diría que incluso hay hasta un corrimiento de los significados: una verdulería que no vende verduras, una cervecería que es un depósito de cueros, una telefónica sin teléfonos, una iglesia sin cura que no congrega a nadie. En esos ejemplos se pone en marcha un  procedimiento con el que intenté generar todo el tiempo una zona de niebla, de sombras, de incertidumbre, un territorio poblado de contradicciones en el que los bordes y los límites se desdibujan, un sitio en donde mucho es juego de apariencias, en donde nada ni nadie es lo que parece, y entonces todo y todos se vuelven sospechosos. Es que, ami juicio, la dictadura puso en funcionamiento el mecanismo de la sospecha indiscriminada.
—La elipsis central (la dictadura nunca aparece explícitamente) crea una suerte de complicidad con el lector, que sabe más que los personajes.
—Lo no dicho, lo que deliberadamente se oculta, suele muchas veces revelar bastante más que lo explícito, que lo expuesto. La dictadura no se “dice” en el texto, se muestra de manera difusa, se siente como una sombra que se cierne sobre los personajes, o quizás como un río subterráneo de aguas turbias que termina filtrándose por las fisuras que tarde o temprano se producen en la superficie. La información que no se da la posee el lector, que vivió esa época o escuchó hablar de ella: eso lo hace partícipe activo y genera esa complicidad de la que usted habla, como si el lector, con lo que sabe, terminara de construir el sentido de la novela.
—Volviendo a las elecciones de nombres y de ciertas situaciones de esos años –como la marca “Pisco Control”, o la conversación que la protagonista debe mantener a gritos con su padre a través de una radio, en la telefónica del pueblo–, parece que hubiera en la novela una suerte de obsesión en subrayar también una violencia sobre la lengua, sobre sus usos.
—Es que el lenguaje no es inocente. Ricardo Piglia cuenta una anécdota que me parece por demás ilustrativa de esta condición. En el año 1977, a su regreso al país, sale a caminar por la ciudad de Buenos Aires y lo primero que le llama la atención es que los militares han cambiado el sistema de señales: en lugar de los viejos postes pintados de blanco que indicaban las paradas de colectivos han puesto unos carteles que dicen “Zona de detención”. Por un lado, en el texto de esos carteles, el lenguaje hacía explícitos –de manera descarnada y hasta si se quiere violenta– el miedo y la amenaza solapada que se respiraba en esa época;  pero, por otro, el cartel mostraba también la normalidad, la vida cotidiana que continuaba como si no ocurriera nada. En ese sentido adhiero a lo que señala Piglia: que, a partir de la coexistencia de esa doble realidad, se generó un efecto siniestro que fue la clave de la dictadura. Bueno, algo de ese efecto he querido capturar en mi novela, y hay momentos en que eso sale a la luz por medio del lenguaje en expresiones como “Pisco Control”, o “Perdidos en el espacio”, entre otras, que funcionan a la manera del texto del cartel del que habla Piglia. Por otra parte, hay varias escenas en las que el lenguaje se vuelve hostil, inasible, y la comunicación casi imposible, como la que usted bien señala del diálogo entre Gabriela y su padre a través de la radio, también un encuentro en plena calle entre Gabriela y la Pichi, en donde el viento es tan fuerte que se “lleva” literalmente las palabras. Creo que en esos casos la violencia surge del no poder decir nada, de la incapacidad del lenguaje para comunicar. En otros, en cambio, se genera a partir de la manera en que designa a los demás: los milicos, los chatos, los pichi huincas, y en otros, aparece como una consecuencia de “decir” a pesar de que no se puede o no se debe: los cantos de la hinchada dirigidos a los militares, la escena en la que Blanco le reclama a Gabriela: “No hables así, no me gusta, vos no sos así, no eras así”. El lenguaje se ha vuelto –hasta en ella– virulento, se ha impregnado –de algún modo– de la violencia soterrada y oculta de la dictadura, y funciona como si fuera casi la única vía por la que esa violencia puede salir y mostrarse.
— ¿Hubo algún tipo de reflexión previa a la escritura a propósito de cómo contar algo sobre esos años?
—Sí, hubo reflexión y algunas decisiones antes de comenzar a escribir esta historia.
Por un lado, tenía bastante claro que quería contar esa época desde una mirada neutra, que no juzgara, por eso la elección del narrador que presenta los hechos casi sin intervenir. Por otro lado, me propuse que los protagonistas no fueran ni víctimas ni victimarios de la dictadura militar, sino que pertenecieran a esa enorme franja que quedó en medio y a la que le costaba entender –a veces porque no podía y otras porque no quería– qué era lo que estaba sucediendo. El lugar en el que transcurre la novela también fue pensado de antemano, era un sitio que yo conocía bastante bien pero con la mirada del forastero, del que llega de afuera y ve con otros ojos, que es lo que hace Gabriela.
Y también era un pueblo mínimo, un territorio acotado queme iba a permitir hacer circular mejor los rumores (como ocurre en todo pueblo). Asimismo, el aislamiento, esa condición de saberse perdidos en la inmensidad del desierto, me venía bien para poner de relieve lo mejor y lo peor de los personajes. Hubo más decisiones, claro, pero el resto las fui tomando a medida en que avanzaba la escritura.